martes, 8 de julio de 2008

Leyendas de Apay

Eran las cinco de la tarde y Felipe ya estaba retrasado para su matrimonio, que se efectuaría en la catedral de Santa Marta precisamente a esa hora. Felipe era el hijo mayor de una de las familias más adineradas de Barranquilla. La noche anterior estaba con Carolina, su novia en la entrega de regalos, en casa de los suegros. Al terminar la fiesta y la serenata, partió con sus amigos a celebrar su última noche de soltería. Entre copa y copa, Felipe se embriagó y se durmió. Cuando despertó se encontraba, ya pasado el medio día, en Cartagena. Felipe reviso su billetera y se dio cuenta que había gastado todo su dinero y no tenía nada para desayunar. Sin pensarlo dos veces montó en su carro y partió a Santa Marta.

Poco antes de llegar a Ciénaga el pobre vehículo murió por falta de gasolina. Sin un peso y a poco menos de la mitad del camino, comenzó a pedir que lo llevaran a Santa Marta pero nadie se detenía mirando su vestimenta, bastante deteriorada por la noche de parranda. Por fin el conductor de un camión lo acercó hasta el pueblo más cercano para conseguir gasolina y telefonear para que supieran de su infortunio. El camión, después de unos veinte minutos de carretera se desvió por un camino; un kilómetro más adelante lo dejó en un pueblo, mientras proseguía su viaje. Al bajarse del vehículo un anciano lo sorprendió y le hablo en términos extraños.

-¿Qué vienes a hacer por acá? dijo el anciano. -Necesito gasolina y un teléfono, contesto Felipe. -Aquí no los hay. Mejor vete; este pueblo está maldito, gritó el anciano. - Pero me dijeron que aquí conseguiría...agregó Felipe, temeroso. - mejor vete, si quieres seguir en la realidad, pronuncio el anciano. Felipe salió corriendo hacia la plaza del pueblo.

Al llegar a la plaza, tropezó con una muchacha y la arrojó al suelo. Perdón, dijo Felipe; estoy buscando un teléfono y gasolina. La muchacha lo miró a los ojo y Felipe sintió un frió que corrió por lo más profundo de sus vértebras. Querrás decir comida para tus caballos, le contesto la muchacha. De lo otro imposible. Hay un telégrafo en el pueblo vecino, pero mejor ven. Mi padre te conseguirá comida para tus bestias.

Ella lo tomó de la mano y lo condujo por la plaza hasta la barbearía donde trabajaba su padre.
- Llegó la niña más hermosa de Apay, dijo el papá a la hija. - Hola papito te presento a este señor que necesita comida para sus caballos. - No señor, lo que necesito es gasolina para mi carro, respondió Felipe algo molesto. - Claro te la daremos, pero espero que te quedes a cenar con nosotros, dijo el padre de la muchacha. - No puedo; debo llegar a Santa Marta porque hoy es mi matrimonio, dijo Felipe alterado.
- Si quiere, agregó el viejo puede quedarse a dormir porque ya obscureció y de pronto los bandoleros lo asaltan. A propósito, añadió, Usted ¿será godo? espero. - ¿Godo?, conservador querrá decir. Respondió Felipe extrañado. - Menos mal, porque de lo contrario podrían matarlo. Me llamo Amadeo Dangond, el coronel Dangond, para servirle.

Felipe entonces miro su reloj; eran las seis y media de la tarde y comenzaba a obscurecer. Entonces decidió quedarse esa noche y en la mañana escaparse de ese extraño lugar. Después de la cena, la muchacha dijo a Felipe que a las once y media de la noche se encontraran en la puerta que da a la calle, para que él viera algo. Picado por la curiosidad, a la hora indicada Felipe bajó a la puerta que conducía a la calle, donde lo esperaba la muchacha. Salieron de la casa de ella y llegaron a una casa abandonada, en las afueras del pueblo. - ¿Qué vamos a hacer?, pregunto Felipe. - Lo que siempre he esperado, dijo la muchacha. Esta puerta me conducirá a la realidad, agregó ella. Entonces crucémosla pidió Felipe. - ¡Que extraño!, dijo la muchacha, avanzando cautelosamente, ¡Que puerta más pesada! La toco suavemente y se cerró de pronto, con un golpe.
- ¡Dios mío!, dijo Felipe. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Oh!, nos ha encerrado a los dos. -A los dos no. Dijo ella. A uno solo. Mientras, pasaba a través de la puerta. Ella desapareció y Felipe cayó desmayado. Se despertó momentos después, en un lecho donde el anciano le colocaba paños en la frente.

- Te dije que te fueras, dijo el anciano.- ¿Qué me ha pasado? preguntó Felipe. - Tranquilo muchacho, esto nos ha pasado a todos, agregó el viejo. ¿Cómo que a todos? repuso Felipe. - Si, a todos los que estamos aquí. No le hicimos caso a un extraño que nos quiso ayudar y terminamos aquí, en Apay, un pueblo que nos ha condenado a todos. A esperar que otro ingenuo caiga, para que uno más avispado se pueda ir. Estamos fuera de la realidad, los que habitamos en este pueblo del demonio, y la única forma de volver a ella es cruzando esa puerta, pero dejando a otro en nuestro lugar. - Y ¿por qué tu no me utilizaste a mi? le pregunto Felipe, extrañado. - Porque para mí es igual quedarme aquí o seguir vagando por el mundo. Y agregó, conmovido, ¡yo maté a mi hermano!-.


JUAN PABLO DIAZ DEL CASTILLO
BOGOTÁ/1992

1 comentario:

Gustavo Espinel Martínez dijo...

Oh! wow! cuento del 92! super, me encantó!